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En estos tiempos nadie padece el dolor de una enfermedad; ese que te fortalece y obliga a detenerla, a luchar contra ella ¿cómo hacerlo si no la sientes, si no te duele? El dolor es inevitable, el sufrimiento, es cada vez más opcional de detenerlo alopáticamente. Y así avanza el terror del cáncer carcomiéndote sin que lo sientas, sin escuchar lamentos ni quejas, un invasor victorioso, que logra sublevar a cualquiera, un calvario mental mientras no sentimos las punzadas físicas.
¿Y el dolor del alma? A ese también le ponemos bloqueo cuando se quiere asomar a la luz. Nos provoca el mismo pánico que el dolor del parto, no lo conocemos y aun así preferimos evitar sentirlo, deseamos quedarnos solo en el engañoso deleite, el ilusorio bienestar o el efímero placer de la felicidad. Si por un momento este tipo de dolor al percibirlo en vez de detenerlo intentáramos luchar junto a él, aprenderíamos que tal vez este también se olvide rápidamente.
Ese dolor inevitable que optamos por no sufrirlo y al menor padecimiento o tortura lo evadimos con rutinas, vicios, llenándonos de distractores materiales, que te alejen por un instante del suplicio del alma, ese sin darnos cuenta dejamos que también nos consuma, y que junto a los miedos nos invada por dentro.
Deberíamos dejar de ver el dolor como un enemigo o un mal, de resistirnos a él y ocuparnos por entender que es una defensa natural necesaria para fortalecernos, si pensáramos que conocer el dolor es librarse de él, que solamente reconociéndolo es que no lo padecemos, tal vez así, sufriríamos menos.
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