"¡Fragilidad, tienes nombre de mujer!"
Shakespeare.
Su jefe había sido injusto al pedirle los reportes, sabía
que él no le tuvo los datos a tiempo para completar las plantillas y sin esa
información era imposible graficar, no tenía por qué reclamarle. No era su
culpa si no se alcanzaba a cumplir con las fechas programadas para la reunión anual, y si eso
significaba su despido, ¡pues a la mierda!, que así fuera. Sorbió una cucharada
de sopa y se quemó.
De un momento a otro sólo se escuchó ruido y confusión, el
plato roto en el piso con la sopa encharcada en la alfombra, los niños gritando
y llorando. Rebeca no lograba pensar, únicamente sentía que debía moverse,
salir de allí. Quería correr hacia sus hijos, abrazarlos, pedirles que no
lloraran, tenía certeza de que eso era lo único que podía hacer. La sopa estaba
muy caliente, trató de recordar cuánto tiempo le había puesto al microondas.
Quería decirle, explicarle, pedirle perdón. No era para tanto, mejor debía
enfrentarlo pero si lo hacía sería peor, ya lo había intentado otras veces. Fuerza
interna le sobraba, pero era pequeña y muy delgada. Raúl era tan alto y fuerte,
más cuando se encolerizaba, parecía como si se agigantara de la nada. Alejarme de él, sacar a los niños y encerrarse,
pensó y lo intentaba cuando dos potentes manos la alcanzaron por los hombros
empujándola, ella tropezó cayendo en el piso, el dolor del golpe fue grande,
logró meter las palmas para no pegarse en la cara, pero estas resbalaron tras
un jalón en los tobillos.
- ¡No sabes hacer nada, eres una inútil, huevona mantenida!-
Raúl la arrastró con esa fuerza descomunal que surgía cuando lo hacían enfurecer
¿Por qué lo hacían enojar? No podía razonar más que esa pregunta. Rebeca daba
patadas al aire sin lograr zafar los pies, abatida se le escapaban de las manos
las patas de la mesa, el mantel, el
tapete, nada a lo que se quería asir la podía detener. Raúl la arrastró hasta
la puerta llevándose la última silla de la que ella desesperada intentaba aferrarse;
sintió un escalón en su cara y la tierra del patio. Trató de agarrarse de las
piedras, de frenarse inútilmente, viendo como rodaba el pedregullo de entre los
dedos cortados. La falda se le atoró resbalando hasta los tobillos, fue en vano
el intento de querer subirla, lo hacia como si eso realmente tuviera
importancia, pensaba en que no quería
que sus hijos la vieran así.
- Los niños Raúl, los niños- alcanzó a gritar, cuando una
fuerte patada en el estómago la silenció.
-Me valen madre, me oíste cabróna, me valen tus putos hijos-
gritó tras otra fuerte patada en la quijada. Ella lo merecía ¿Por qué lo hacía
enojar? así aprendería. Rebeca intentó concentrarse en qué parte estaba siendo
azotada, anticipar los golpes para proteger su cuerpo, pero era imposible. Acurrucada
en el piso recibía gritos y patadas en la espalda, en el hígado, en la vagina,
en la cara. Sentía el olor a tierra mojada, a sangre y a los orines del perro
que ladraba, hasta que dejo de percibir olores tras un fuerte dolor que le
indicó que le habían roto la nariz. Quiso abrir los ojos para buscar a sus
chiquillos que sólo podía oír llorar entre los agudos gritos de Raúl, sin lograrlo,
sus ojos estaban cerrados y atiborrados de sangre y polvo.
Yo sólo quería calentarle la cena, pensaba, ¡que alguien lo
pare! Los golpes cesaron y los pies de
Raúl se dirigían al jardín, alcanzaba a entreverlos y a escuchar como maldecía.
Rebeca supo que Dios la había escuchado,
sin embargo sintió miedo, pánico, como aquella vez en que por no tener la pasta
dental tapada Raúl tuvo una arranque de coraje y rompió el espejo del baño, insultando
y amenazándola con los vidrios rotos. Ella como pudo se encerró con sus hijos
en el vestidor, esa vez el chofer había logrado calmarlo, pero ahora no estaba
nadie en la casa sólo ellos y los niños.
Intentó levantarse, dándose cuenta que estaba en medio del
patio y no tenía en que apoyarse. Sentía como sangraba su boca y ganas de
vomitar, al intento de incorporarse notó que su pierna también estaba rota, debió
ser cuando saltó Raúl con furia encima de ella.
No podía concentrarse en el dolor, aunque era inevitable
sentirlo, tenía que llegar a la casa y salir de allí con los niños. Todo era
borroso y no lograba verlos, pero sí alcanzaba a escucharlos. Mis niños no
tengan miedo, mami está bien, papi ya se va a calmar pensó y se dio cuenta que
no podía gritar lo que pensaba, de su
boca no salía sonido, sólo hilos de sangre que dejó en las piedras mientras se
arrastró hasta la puerta.El rostro de sus niños abrazados se le hizo más cercano. Tenían tanto miedo como ella, necesitaba estrecharlos, secarles las lágrimas. La voz de Raúl también era más cercana, seguía gritando sin que Rebeca entendiera. Continuó arrastrándose hasta que su cuerpo se detuvo tembloroso.
Raúl soltó con una fuerza brutal la enorme roca del jardín en
su cabeza. Rebeca ya no se movía. Raúl estaba cansado, no supo cuanto tiempo
pasó arrodillado a su lado hasta que la tomó en sus brazos. Allí estaba Rebeca,
su Rebeca, la que tanto trabajó le dio enamorar, la que sonreía y contagiaba
alegría, la novia de blanco, que giraba ilusionada en sus brazos bailando, la
novia más guapa que había visto. La que cocinaba como los dioses y servía café
en pequeñas tacitas, la que lo esperaba siempre arreglada y con flores en la
casa. La que le regaló el mayor júbilo que un hombre pueda recibir, el ver
nacer a sus hijos. La que lloraba por y junto a él, la que tenía siempre una
sonrisa tímida mientras acomodaba su pelo en un broche y estaba dispuesta a
escucharlo a pesar de que él llegara cansado y tenso del trabajo, molesto con
todo y más con su presencia. La que aprendió a caminar casi en el aire para no
molestarlo, la que se dormía en su brazos. La que soplaba con cariño la cuchara
para darle la sopa a sus hijos. Su Rebeca amada, ¿Por qué lo hacia enojar? si
él la amaba tanto.
Buenas,
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